Hache Galería, 2014
–
Detalles de frontera
La historia la relata Augusto Monterroso hacia mediados de siglo XX. Mientras ordenaba unos papeles en la Iglesia de La Merced en Guatemala, un viejo organista encontró los dos últimos movimientos de la Sinfonía Inconclusa de Schubert. La euforia del protagonista, sin embargo, se disipa en el cuento en una sola oración: nadie quiere ese final aunque sea auténtico, todos prefieren la gracia de lo inacabado.
La analogía literaria no es inocente, la lectura que propongo de la obra de Gilda Picabea entiende sus pinturas como una reflexión que, al tiempo en que se interesa por el límite de la obra, la asume como inconclusa. Esta afirmación -en el linde con el oxímoron-necesita una aclaración previa: no trataré de hablar de lo inasible o lo irrepresentable sino de plantear una mirada sobre aspectos pictóricos específicos que, a su vez, le provean al espectador herramientas para ver su obra.
Hace unos años Picabea se preguntaba sobre lo que descubriríamos si nos acercásemos lo más posible a la pintura ¿continuaría dentro de sí misma? ¿hasta dónde? ¿cuál sería su límite? La respuesta la presenta en su muestra Inconclusa al proponer una mirada de proximidad sobre aquellas pinturas de su obra pasada donde las líneas apenas podían contenerse en el límite impuesto por el bastidor. Acercarse al detalle, sin embargo, transforma también nuestra forma de ver.
En esta ocasión, las capas transparentes de color se han convertido en el protagonista de sus obras. En la particularidad de la transparencia, cubrir no significa ocultar sino una forma de construir la profundidad del cuadro. No por casualidad la disposición en el espacio y nuestro recorrido nos llevan hacia el monocromo Verme, el primer cuadro que encuentra nuestra mirada y el último al que se acercan nuestros pies. Allí se alcanza el detalle más extremo –aquel donde ya no se distingue ninguna línea- y la superficie más profunda, en el cubrirse/descubrirse de los azules cobalto y ultramar.
Nada queda de aquellos monocromos que la historia de la abstracción planteaba como grado último de la pintura, Verme es sólo el escalón donde la artista ha detenido su paso.
Nuevamente estamos describiendo un movimiento de vectores contrarios: intensificar la mirada implica al mismo tiempo amplificarla. Por eso su uso de los colores –cada vez más preponderantes en el plano- se complementa con el estudio de su historia y sus cualidades: conocer desde la transparencia fluorescente que desprende el blanco de zinc, hasta cómo Apeles, en la corte de Alejandro, habría conseguido un negro elephantinum por calentamiento de marfil. En ese mismo desplegarse, las pinturas llevan por primera vez títulos con referencias que se desprenden de los textos de Orozco o Saer o del cine de Godard.
Pero las pinturas son objetos con bordes y ahí también ha llevado su interés Picabea. Los perfiles redondeados han sido sustituidos por pestañas rectas: “beneficia visualmente –comenta la artista- la idea del recorte, hace presente el límite del bastidor, la diferencia entre el espacio de la pintura y el otro”. Un borde que no nació como forma de distinguir, sino para permitir un mejor vínculo entre dos bastidores que conformaban una sola pieza. Del mismo modo, ese perfil hace a una relación más sutil en sus cuadros actuales, que nunca están ni fatalmente solos ni completamente acompañados.
No se trata de romper las fronteras –ni una gota de óleo cae por fuera del bastidor- sino de observarlas, detener la mirada sobre ellas. Pero desde el interés sobre el límite externo del objeto hasta la mirada intensa que aspira al final interno del cuadro, la búsqueda de la artista queda finalmente inacabada. Al igual que aquellos que rechazaban los últimos movimientos de Schubert, nosotros también preferimos la belleza de lo inconcluso.
Agustín Diez Fischer, Buenos Aires, Mayo 2014.