Sucesiva Simultánea

Sala J. Trillas, Teatro El Círculo, 2022

Distancias

Ni un movimiento corporal

ni un gesto siquiera: nada.

 

Como quien espera ver la caída de un muro dinamitado desde el sillón del living en la pantalla de un gran televisor, dejaste ir lo poco que quedaba. Me derrumbé y creí que la vida terminaría en ese plano desolador. En ese plano vacante: la imagen que se erige desde el seco parpadeo de quien se marcha. Y caído, desmantelado, sentí la aspereza de esas palabras: “te quedaste afuera”.

No hay golpe más duro que el que asesta quien no puede ser correcto en el deseo.

La distancia construye un lugar que esquiva toda representación, que se abre a la exposición, a la desnudez. Mostrarse vulnerable puede ser una respuesta frente a tanta incertidumbre emotiva. Sentirse como un punto o como una línea, curva o recta sin más explicación. Pero, sobre todo, no reducirnos a lo que conocemos, al dictado de figuras y modelos, al régimen de lo “real”.

La fuerza de la repetición radica en la cantidad, en la sensación de cuántos planos distintos podemos ser, en el registro de cuán radiales, consecuentes y rítmicos podemos revelarnos. Reunir esos avatares, plasmar modos de lo posible, puede ser un experimento abismante, como intentar desplegar todos los tonos, todos los acordes a la vez. Hasta puede ser confuso el resultado. ¡Pero qué bien se siente dejarse llevar por la insistencia de un gesto, de unas formas! Esa paciencia y esa disciplina nos sujetan al muro a punto de explotar y le brindan aplomo a nuestra convicción.

Medir esta fe nos devuelve el valor del don. El valor de lo que damos para que sea pesado, para que otros lo juzguen, lo clasifiquen o lo discriminen. Construir un espacio entre las cosas es gestar una nueva forma, una nueva posibilidad más allá de toda determinación. O tal vez, más aun, una potencia que remite a una soledad deforme. Se trata de hacer emerger algo que no existe, un espacio cuyos alcances no es posible abarcar ni calcular, ya que la fe se dispara una y otra vez frente a cada nueva trama, ante cada nuevo plano, ante cada color.

Gilda Picabea nos propone un desafío: nos invita a percibir las distancias y los espacios subjetivos. Nos llama a habitar el hiato que existe entre sus puntos, la herida en cada uno de sus actos. Nos acerca, de ese modo, a una especie de silencio, a una latencia. Y nos arroja en medio de un deseo impúdico, que no tiene orden y que no se somete. Cada muro derribado es entonces la confirmación de un acto de fe, de un despliegue de sincronías y sucesiones que se vinculan de un modo informal y afectado, y que ritman nuestra vida como si develaran una lógica subyacente, un rumiar subterráneo. La soledad hace del plano un hábitat perfecto para quien transmuta sus actos en un lenguaje pictórico de melancólica radicalidad.

Carlos Herrera. Junio 2022